Semana Santa

(Ensor)

La tarde del miércoles santo llegaron a mi casa dos primos (Oswaldo y Mauricio) y el tío Edgar. Su visita era para invitarme cordialmente a un viaje a Villa de Leyva. Yo gustoso acepté. Esa noche se quedaron para salir en la madrugada del jueves hacia el pueblo. A las nueve de la mañana estábamos desayunando en una cafetería que queda al lado del terminal de transporte. A las diez tomamos el colectivo que nos llevó a dónde mi abuelo, a las once del día estábamos catando la primera cerveza de la jornada y a las cuatro de la tarde decidimos bajar a saludar a mi abuelo. Yo bajaba medio ebrio a causa del trasnocho y de mi inexperiencia. Recuerdo claramente que nos sentamos a tomar guarapo mientras llegaba él, Cleotile, su compañera o Javier. No sé qué paso después, lo cierto es que cuando me desperté la casa estaba llena de personas con guitarras y panderetas. Sus canciones, más cercanas a los chillidos, me retumbaban en mi atontada cabeza. Diez minutos después llegó Javier.
-¿ya le pasó la borrachera?, dijo con tono burlón
-creo que sí; pero aún estoy mareado. ¿Quiénes son los que cantan?
-Son unos señores que trajo Martha.
-Evangélicos, supongo.
-sí.
-Menos mal que no me han visto o sino ya hubieran empezado con la cantaleta que el trago es malo; que Dios me va a castigar, etc.
-¿cómo que no lo han visto? No se acuerda que usted salió vomitando por esa ventana cuando ellos estaban almorzando, afirmó Javier señalando la ventana que comunica el cuarto donde estábamos con el comedor.
-No, no me acuerdo. ¿Qué más paso?, dije con voz pastosa.
-Nada; yo lo jalé y lo saqué a que vomitara al lavadero.
-Gracias.

Al siguiente día, cuando abrí los ojos, escuché a los señores evangélicos que iban a bendecir el desayuno con un conjunto de salmos que serían amenizados con una docena de canciones.Paila; no hay desayuno, pensé mientras me ponía el pantalón. A los diez minutos estaba tomándome la primera cerveza en la tienda de Don Joaquín. Quince minutos después llegaron el tío Edgar y Oswaldo espantados por los salmodia  religiosa. Una hora después llegó Mauricio con cara de aburrimiento.
-¿Lo pusieron a cantar alabanzas al señor?, inquirió el tío con tono socarrón.
-Sí, contestó tenuemente.
Le ofrecimos una cerveza y seguimos tomando hasta que llegó Javier para avisarnos que los señores evangélicos se preparaban para hacer una celebración que duraría, según el criterio del organizador, el resto de la tarde. Paila, no hay almuerzo, pensé al tiempo que recibía la duodécima cerveza. Aquel viernes regresamos a la casa en una borrachera incomparable.

Al siguiente día los cánticos iniciaron a las seis de la mañana en tanto que nosotros empezamos la bebeta a las siete y la concluimos, al igual día anterior, al filo de la media noche. El sábado las alabanzas iniciaron a una hora que osciló entre las tres y las cinco de la madrugada. Ese fue el único día que pudimos desayunar. A las nueve de la mañana los hermanos de la fe volvieron de una caminata y se dispusieron a bendecir al señor por las maravillas naturales que vieron durante la peregrinación. A esa hora partimos para la tienda a iniciar nuestro acto litúrgico de emborracharnos como marineros desamparados.

El domingo las antífonas iniciaron poco después que nos acostáramos y terminaron, según relató Javier, a las once de la mañana. Nosotros llegamos a las ocho de la mañana al templo del alcohol hasta las dos de la tarde, una hora después que los evangélicos se despidieron de nosotros. Nos bañamos y comimos las costillas de gallina que quedaron en una olla acompañadas de tres cucharadas de arroz. Subimos a la carretera a esperar a Roque, el esposo de una prima, quien había prometido, días atrás, llevarnos hasta el pueblo. A los diez minutos llegó junto con Jaime y Mayerly. Les invitamos una cerveza que aceptaron gustosos. Roque dijo que no podía beber porque estaba recuperándose de una operación que le practicaron semanas atrás. A la tercera cerveza, sin embargo, aceptó tomar media botella. A los pocos minutos estaba más prendido que los que llevábamos tomando todo el día. La bebeta se animo y, cerca de las siete de la noche, cambiamos de tienda debido a que el tío Edgar tenía que despedirse de la novia. En la siguiente tienda Oswaldo se recostó en un palo que sostenía unas tejas de zinc ocasionando que este se corriera y las tejas me cayeran encima. El suceso causó risa entre los circunstantes que a esta hora bordaban la decena. A las doce de la noche, después de visitar ocho tiendas, estábamos tomando y bailando en el bar que estaba en la entrada del hipódromo. Llegamos al pueblo a las tres de la mañana. Cuando entramos a la casa de nuestra prima, la esposa de Roque, esta pegó tal alarido que supimos que las cosas se pondrían difíciles. Salimos los tres con nuestras maletas a tomar en el terminal mientras amanecía y así poder regresar a nuestra amada Bogotá…

Mujeres y evocaciones

Las mujeres son capaces de enderezar un riel arqueado con su terquedad mineral al tiempo que pueden salir con los ojos lluviosos de una película de Meg Ryan. Así son las mujeres: persistencia de acero y sensibilidad de algodón. Sus palabras, en las tempestuosas noches del infortunio, calientan al tembloroso corazón o, en las esquinas de la desobediencia, golpean nuestros oídos como relámpagos asesinos. Las mujeres levantan hombres caídos o entierran soles altivos en el miasma del dolor. Encienden hogueras de pasión o invitan a los más dulces sentimientos…

Yo no he sido, por supuesto, ajeno a ellas. Las mujeres, en mi caso, son fértil semilla para las praderas de la escritura, así como han sido abierto campo de reflexiones. Sus reprimendas han rectificado los extraviados pasos y sus caricias han apaciguado mis días de melancolía. Pero ¿Quiénes son ellas? ¿Dónde y cómo las conocí? Las próximas entradas narran cómo las trajo el arroyo del tiempo a mi vera, cómo fue el primer beso, la primera vez que la vi o cómo conquistaron mi corazón.

Doy, pues, paso a las historias para que ellas les transmitan las emociones que originaron sus almidonados ojos o sus tersas palabras.

Luz Amparo

(Monet)

Me encontraba en la secas ramas del estudio cuando Luz Amparo me arrebato con sus tersas palabras. Los hechos y acontecimientos que marcaron el inició de nuestra relación estuvieron marcados por corazonadas y presagios.

El cuatro de diciembre del año pasado llegué a estudiar al departamento de matemáticas. Antes de iniciar la jornada de estudio pasé por la sala de cómputo para mirar mi correo. En la sala me encontré con Amparo. Le conté que estaba despechado a causa de Mónica. Le mostré, incluso, algunos vallenatos que tenía guardados en el correo. Al final de la conversación le dije que presentía que una mujer iba a llegar a mi vida antes que terminara el año. (Amparo, días después, me confeso que sintió la corazonada que era ella a la que yo me refería).

Al siguiente día tuve clase de álgebra abstracta y luego salí a almorzar con un grupo de compañeros. Al término del condumio regresamos a la universidad a dormir en un pastizal. A los diez minutos de haberme tendido en la pradera sentí la imperiosa necesidad de ir al edificio de matemáticas. Me levante, me despedí de los adormilados compañeros y fui al templo del conocimiento. En el salón de estudio me encontré a Amparo. Ella, antes de sentarme a hablar, me dijo que estaba pensando en mí. A las cuatro de la tarde, cuando decidí irme a estudiar, apareció Oscar Velandia, quien, al vernos, dijo: los estaba buscando. Amparo y yo nos miramos con asombro. Les traigo trabajo, continuó; quiero que, por favor, me corrijan este escrito que debo presentar mañana. Nos sentamos a corregir el documento. Nos fuimos, al termino del trabajo, a tomar tino a la Facultad de Artes. Allí nos encontramos con unos amigos de Luz (Bárbara y Nicolás). En medio de la conversación Amparo me dijo que comprara el pasaporte porque adquirirlo es de buena suerte para viajar. Cuando me dijo eso sentí un corrientazo premonitorio que aún no logro entender. Cuando la conversación decayó decidimos levantarnos para tomar nuestros respectivos destinos: Luz para su casa, sus amigos para un bar que se llama Comedia y yo para la biblioteca.

Al siguiente día me levanté desanimado. Me levanté al medio día, desayuné y me acosté a dormir. A las cuatro de la tarde almorcé y a las cinco me dio un ataque súbito de ir a la universidad. Me bañé, metí el libro de álgebra en la maleta y salí a la universidad convencido que iría a estudiar.

Cuando llegué a alma mater me dirigí hacia la biblioteca Central. Cuando estaba en la plaza che sentí un impulso irreprimible de ir hacia el departamento de matemáticas. Me fui con la curiosidad palpitándome en la cabeza. Entré, subí las escaleras y me fui directo al salón de estudio. Allí me encontré con tres viejos amigos. A los dos minutos apareció Amparo. Nos fuimos, como siempre, para la Facultad de Artes a tomar tinto. Allí nos encontramos, de nuevo, con Bárbara y Nicolás. Bárbara, en medio de la conversación, invitó a Luz a Comedia. Amparo se mostró renuente. Yo, inexplicablemente me incluí en la conversación (no acostumbro hacerlo) y le dije a Bárbara: tranquila que yo la llevo. Luz ante esto no pudo oponerse.

Mientrás íbamos para Comedia, en la puerta de la universidad, Amparo me dijo: supongo que sabes porqué nos estamos viendo todos los días (yo no tenía idea alguna). No, no sé por qué nos hemos visto estos tres días, contesté. Lo que pasa es que… inició Luz, dejando una pausa larga, casi infinita. El silencio dominó a las tinieblas y al frío de la noche capitalina. El mundo se detuvo un instante. Lo que pasa es que tú me gustas, concluyó con voz tensa. Mmmhhhh, ahhhh, era eso, respondí; no hay problema, no hay ningún inconveniente, no pasa nada. Vamos para Comedia y luego hablamos de eso, ¿te parece? Concluí serenamente. El sosiego repatrió, en ese instante, su barca de banderas raídas y mástil apolillado a la dársena de nuestra amistad.

En Comedia conversamos sin hablar, las palabras y los comentarios que hacía Bárbara o Nicolás sonaban como el eco de recuerdos. ¿Qué hago? Era la pregunta que se anclaba a mis pensamientos. Al final de la velada nos paramos en la puerta y decidimos quién se iba con quien: Bárbara con Nicolás y Amparo conmigo. Entramos, de nuevo, a la universidad. Caminamos hablando frivolidades hasta que, al cruzar por la plaza Che, llegó la respuesta a la pregunta: hágale, bésela apenas pueda; deje las reflexiones para otras materias, en el amor el que piensa pierde.

En transmilenio nos encontramos con una prima. Hablamos de todo un poco. Luego me llamó Mónica. Sentía la tensión en el aire: Amparo se sentía incómoda, yo estaba enredado, mi prima sospechaba la dinámica de la situación pero no decía nada…

Amparo, al llegar al Portal, estaba muy nerviosa. Yo estaba aplomado: la situación la tenía asida por el mango. Ella abrió el grifo de frases y comentarios; yo, entre tanto, dejaba que la tensión se diluyera en el torrente de palabras hasta que estas se transformaron en las púas y luego se diluyeron en un apasionado beso…

Carolina

(Leu)

En el campo del amor hay un lugar muy especial para los amores contrariados. Ellos, con sus dientes de pétalos y su sonrisa de alcohol, abaten la arrogancia de la juventud. Este es uno de ellos.

A Carolina Rodríguez la conocí una noche de mediados de diciembre de 1999. El día inició con unos tragos de aguardiente con unos compañeros de semestre. Al medio día me encontré con el negro, Walther y Astrid. Nos acostamos – después de ir al edificio de Lingüística para acompañar a Astrid a buscar una profesora- a tomar vino. A las cinco de la tarde se nos unió Suárez. A las siete de la noche el negro me preguntó si quería ir a bailar; la pregunta me pareció extraña, fuera de tono, incluso; sí, no veo porque no, le contesté; ¿Quiénes van?, indagué. Las amigas de Astrid. ¿Están buenas?, inquirí; Sí, dijo al tiempo que levantaba los labios en señal de convencimiento. A las ocho de la noche salimos los mencionados hacía el centro. Nos bajamos en la 19 y caminamos hacia la Jiménez por la carrera tercera. Cuando llegamos frente al bar Antifaz, Astrid dijo: ¡Ahí están, ya vuelvo! No le presté atención (estaba muy concentrado en abrir la nueva caja de vino con la boca y con las llaves del apartamento). A los cinco minutos llegó Astrid con dos jovencitas: una tenía gafas, una nariz un poco larga, labios ligeramente gruesos y una dotación generosa de pecas; la otra era una morenita muy agradable y bastante atractiva. Será caerle a alguna de estas viejas, me dije mientras cruzaba miradas con las dos. Les presento, dijo Astrid, a mis amigas; él es Walther, él es Suárez y él es Diego; mucho gusto, les dije mientras levantaba el brazo derecho; yo soy motas. Ellas, las dos amigas de Astrid, se miraron con algo de asombro; ah, motas, repitieron débilmente y al unísono. No le preste atención y seguí tomando de la caja que tenía en mi zurda.

Meses después (el 20 de abril de 2000), llamé a Astrid o ella me llamo-no lo recuerdo bien-; el caso es que me dijo que una amiga suya necesitaba un libro sobre Hölderlin (para ser exactos ella no se acordó del nombre del escritor), y quería que yo le hiciera el favor. No creo que pueda, contesté; estoy un poco ocupado con un ensayo para el contexto Revolución Industrial; sin embargo, concluí, dame el teléfono haber si le puedo ayudar en algo. Esa misma tarde la llamé, pero lo único que me respondió al otro lado fue una contestadora diciendo: hola, llamas al xxx; sí necesitas a Carolina o si te gustó mi voz, marca uno, si no, marca dos. Parece que tiene buen humor la amiga de Astrid, me dije al tiempo que sonaba el pito. Lindo mensaje, dije al infinito silencio que sobreviene al pitido; soy Diego, amigo de Astrid; ella me dijo que necesitabas que te prestara un libro, o algo así; si aún lo necesitas llámame al xxx. Esa noche me llamo Carolina a las nueve; recuerdo que hablé muchísimo con ella –cosa rara en aquellos tiempos -y que sentí, al colgar, un leve cosquilleo en la boca del estómago; inmediatamente me abalancé contra la pila de libros que tenía en mi cuarto y busqué afanosamente todo lo relacionado con Hölderlin; al filo de la media noche encontré el artículo que me daría, pensé en ese momento, la excusa para llamarla. Al otro día, en efecto, la llame para comunicarte el feliz hallazgo: tenía un artículo que le serviría para hacer el trabajo. Quedamos de encontrarnos al día siguiente, el jueves santo, frente a la biblioteca Luís Ángel. Recuerdo que llegué diez minutos tarde a la cita. Iba subiendo por la calle once hacia la carrera cuarta cuando sentí la mano derecha en mi brazo izquierdo; volteé a mirar y era una muchacha bastante pecosa que me miraba con una sonrisa sincera. ¿Hace mucho llegaste?, preguntó. No, acabo de llegar, respondí en tanto intentaba interpolar la imagen de esta mujer con la de una de las dos amigas que Astrid me había presentado meses atrás. ¡Claro! me dije un segundo después; ya se quién es. Vamos a tomar gaseosa, sugerí; sí, gracias, contestó. Estuvimos buena parte del día hablando y conociéndonos…

Sandra


(Dalí)

En el impreciso límite que divorcia la timidez de la prudencia camine durante los meses que Sandra trabajó en la panadería de su papá.

Toda la historia comienza el 26 de julio del 2004. Ese día salí a las diez de la mañana para llegar a clase de once. Frente a la portería me di cuenta que tenía un billete de veinte mil pesos que causaría la mirada iracunda del conductor de la buseta la cual convergería en la tersa venganza del referido: una docena de billetes viejos unidos a un manojo de monedas. Ante este hecho decidí comprar un paquete de cigarrillos y una caja de chicles para cambiar el billete. Para tal efecto me dirigí a la panadería que era el establecimiento que estaba más cerca del paradero de busetas.

Cuando llegué al lugar no encontré a nadie; la panadería estaba desierta: las mesas solas, las vitrinas abandonadas al polvo que el viento traía. Buenas, grité con enérgica voz. Nadie contestaba. Buenaaas, grité con más fuerza. Nadie. ¿Dónde está la señora que atiende?, me pregunté al tiempo que miraba el reloj. Di media vuelta resignado a recibir irascibles miradas de choferes de busetas y el consecuente escarmiento de billetes viejos. Al tercer paso escuche la voz de una mujer: a la orden. Giré lentamente hasta quedar frente a una muchacha de veintitantos años; pómulos amenazantes; seriedad a prueba de sismos y una inquietante mirada. Me vendes una cajetilla de cigarrillos y una caja de chicles, por favor, solicite sopesando cada sílaba. Claro, respondió con un tono neutral. Dio media vuelta para luego empinarse con el propósito de alcanzar los cigarrillos que descansaban a dos metros de altura. Yo entretanto miraba de abajo hacia arriba el espectáculo: gemelos de medidas apetitosas; dos muslos que incitaban a la exploración táctil; dos nalgas ajustadas a la proporción áurea; cintura de líneas convergentes; cabello rojizo… ¡qué rico! Me dije con una emoción contigua a la demencia. Tomó los cigarrillos y me los entregó con una mirada fulminante. ¡uyyy, se dio cuenta de la inspección visual!, pensé al tiempo que le sostenía la mirada. Después de tres segundos de contienda visual ella tomó el billete y se fue a la caja para darme el cambio. No se te olviden los chicles, le recordé con voz alegre. No se me han olvidado, Respondió secamente. Los tomó de una caja que estaba debajo de un afiche de harinas el lobo (rinde que da gusto). Me entregó los chicles y el cambio con desdén. Gracias, dije; di media vuelta, y luego me fui hasta el paradero de buses.

Los encuentros y desencuentros se multiplicaron a lo largo del año y medio en el que ella estuvo en esa panadería. Algunas veces hablábamos con mucha fluidez, en otras ocasiones me arrojaba un magro saludo. Hubo momentos, incluso, en los que juré que yo le gustaba y períodos, opuestos a los anteriores, en los que transitaba en la certeza que le importaba menos que un comino partido.

Un buen día de semana santa no volvió a atender. Supuse que se había ido de vacaciones y que, días después, retornaría a su trabajo. Durante seis meses fui todos los días a comprar el pan del desayuno con la esperanza de verla con su penetrante mirada detrás del mostrador. Desalentado le dije a mi mamá que indagara por el paradero de Sandra. Mi mamá, fiel al encargo, averiguó que ella nunca volvería a atender la panadería puesto que su papá la había vendido.

A mediados del año pasado fui comer con mi hermana y su novio a un restaurante que queda cerca de acá. Cuando íbamos a sentarnos me di cuenta que Sandra (mi Sandra) estaba sentada en la mesa del lado con dos niños de tres años y con un bebé que dormía mansamente en un coche. Ella se estaba comiendo un helado y los niños coloreaban unas cartillas.

Hola, dije con ternura. Ella se quedó mirándome fijamente a los ojos con cara de “¿quién es este tipo?”. Haciendo caso omiso a su mirada de desconcierto seguí preguntando: ¿cómo te ha ido? Hace bastante tiempo que no te veo. Ella, más curiosa que prevenida, siguió con la mirada fija en mis ojos. No sabes la falta que me has hecho, continué; desde que te fuiste no volví a comprar pan. En ese momento sus ojos brillaron porque sus recuerdos hallaron el camino extraviado en los recovecos del tiempo. ¡Que lindo!, dijo con la sonrisa que, años atrás, me intimidaba. ¿Cómo está tu mamá? ¿Todavía estás estudiando? Continuó. Sí, aún sigo en la universidad. ¿Qué ha sido de ti?, contesté. Bien; estoy viviendo en las casas que quedan cerca de Cafam, dijo con la mirada refulgente. Ahh. ¿Estos niños son tuyos?, inquirí. No todos. Él es mi niño, dijo señalando al impuber que estaba en la silla del lado; ella es mi sobrinita, y este es mi cosita preciosa, afirmó al tiempo que sacaba del coche un bebe de ocho o diez meses. Ahh, exclamé con la certeza que la conversación concluía en ese momento. Hablamos ahorita, dije al tiempo que daba vuelta para responder la pregunta de la mesera. Durante los diez minutos que intenté hablar con mi hermana y mi cuñado sentí la mirada de Sandra clavada en mi espalda. Sentí nostalgia en el momento que les dijo a los niños que se iban; se levantó y empezó a caminar. Al tercer paso, cuando estaba frente a mi mesa, me dijo, con una sonrisa arcangélica, adiós…

Mónica

Hay amores que crecen al margen de la distancia y que hunden sus raíces en la tierra de la melancolía con bastante fuerza; la siguiente historia resume un amor con estas características.

La noche del 29 de diciembre del 2006 estaba chateando en un portal llamado chatear.com. La noche transcurría normalmente hasta que me encontré con una colombiana en este mismo sitio (lo cual era muy extraño ya que el noventa por ciento de los integrantes de este lugar son chilenos y argentinos). A los pocos minutos sabía que era barranquillera, de treinta y cuatro años de edad, doctora y que trabajaba en saludcoop. A las tres de la mañana me dijo que tenía que irse porque tenía turno al otro día; me dió el correo y me dijo que le escribiera; yo le prometí que le escribiría sin falta al otro día.

Al siguiente día me levanté a las tres de la tarde, desayuné y me senté a escribir dos correos que tenía pendientes: el de una amiga argentina que había conocido días antes en el mismo portal y el de la barranquillera. A las nueve y media de la noche ella, la barranquillera, contestó; en el mail contaba que tenía una hija y que era separada; me preguntaba qué autores le aconsejaba para leer. Recuerdo que este correo me llenó de alegría. Le contesté con toda la arrogancia que cabe en esta cabeza: le sugerí autores y libros rebuscados que, si bien es cierto me gustaron, pretendían descrestar. Ella respondió a esta andanada con buenos propósitos para el próximo año…

Los correos iban y venían hasta que el seis de enero nos encontramos casualmente en el chat de gmail. Ese día chateamos más de seis horas y le pude conocer la voz gracias a que ella me llamó al celular. La primera impresión que tuve fue la idea que me estaba mintiendo puesto que su voz no era la de una mujer de treinta y cuatro años sino de, pensé en ese momento, de setenta (después de tres minutos de charla me di cuenta que su voz sonaba así porque estaba muy nerviosa).De ahí en adelante mezclábamos todas las formas de comunicación posibles en esas circunstancias: chats, llamadas telefónicas, e-mails y cartas tradicionales. Todo venía en ritmo ascendiente hasta que el sábado 20 de enero ella me propone que seamos novios. Yo sin titubear acepto, iniciando así nuestro noviazgo…

Hoy hace un año, el 8 de marzo de 2007, nos vimos por primera vez. A las siete de la mañana me llamó para saludarme y me encontró de malgenio gracias a que tenía que presentar un parcial de análisis matemático I y no había estudiado nada. Nos peleamos hasta que entré al salón a presentar el examen. Me fui, después de presentarlo, para el apartamento a alistar mi ropa que utilizaría el fin de semana… me puse bastante nervioso cuando faltaban diez minutos para su arribo: las manos me sudaban, me sentía mareado y con náuseas. Al ver en la pantalla que el avión había aterrizado estuve tentado a salir corriendo. Tome aire, me paré y me fui caminando lentamente hacia la muelle de salida. Empezaron a salir un grupo de hombres ataviados con impecables trajes de paño, luego unas muchachas con camisetas y jeans raídos… salían y salían personas y yo no la veía salir. ¿Será que salió y no me di cuenta?, me preguntaba al tiempo que me ponía más nervioso. ¿Qué hago si ya salió? ¿Será que la llamo? Me hice un ovillo de preguntas. A los pocos segundos vi la silueta de una mujer flaca, alta, hermosa. La sombra se fue diluyendo hasta hacerse mujer. Sí, era ella. Flaca, la llame con la voz temblorosa. Giró la cabeza hacia mí y se vino lentamente. Empecé a temblar sobrenaturalmente. Ella, al verme tan nervioso, le dió risa al tiempo que me daba un beso en la mejilla. Yo le di un mamut de peluche que había comprado la semana anterior. Lo miró con ternura y me dio un abrazo que trajo algo de sosiego a mi alma; tomó, acto seguido, de entre los brazos del mamut la rosa que este sostenía y a la que sólo le sobrevivía un pétalo. Me miró con cara de “¿esto es una flor?”. Levanté los hombros en señal de “no sé qué paso con la rosa; ella estaba completa hace media hora”. Tomé la maleta y nos fuimos a buscar un taxi…