Por entonces era un niño precoz, ruidoso y desobediente de seis años que hacía lo que me venía en gana. Aquella ocasión me di al hurto agravado de cerveza, guarapo y aguardiente en una de aquellas fiestas que organizaban mis papás a orillas de un río, y en la que se entregaban a la jarana sin acordarse de la suerte de sus hijos. Imagino que fue suficiente beber tres sorbos de cada tipo para que mi cabeza (aquella a la que aún no se le había formado completamente los lóbulos frontales) quedara en estado calamitoso: las neuronas estallando al tiempo que enormes territorios de materia gris se apagaban instantáneamente, engendrando un caos que se extendía por todas las regiones del cuerpo.
Mi hermana, que bordeaba los cuatro años, me empujaba para que me tropezara y me golpeara la cara contra la primera piedra que se atravesara en mi caída. Todas las veces mi cabeza pegaba, para su despecho, contra un pasto denso y agresivo, lanzando un sonido opaco similar al que producen las frutas cuando se desprenden del árbol. Siempre me levantaba y la perseguía con la esperanza de alcanzarla, pero ella, a pesar de ser una niña de cuatro años, se escabullía con una facilidad que le parecía sospechosa a la razón que por aquellas horas se encontraba embrollada en las telarañas del alcohol.
Al filo de la tarde, cuando la luz se torna anaranjada con visos azules, fui conducido por mi mamá al sitio en el que ella departía con un grupo de mujeres. Sentado en una silla estaba un anciano con los mismos ojos desorbitados y con la misma inminencia de arcadas que yo llevaba. Era tan grande su soledad que optó por hablar con un niño de seis años en lugar de continuar masticando palabras en las brumas de su silencio. No recuerdo qué nos dijimos, si algo logramos decir en medio de la borrachera. El caso es que el anciano terminó con la cabeza clavada contra el pecho en tanto que yo miraba las mareas que el viento formaba con el pasto. Poco después lo acompañé en su viaje hacia las regiones del sopor.
No sé quién me llevó a la camioneta del que años después sería mi padrino de bautismo. Tampoco sé cuánto llevaba de viaje en el momento que me vi obligado a regresar las bebidas espirituosas que gorgoreaban en el estómago. Lo único seguro es que el acto concitó gritos que solicitaban frenar a la mayor brevedad, chillidos de llantas, silbatos que venían de las tinieblas, crecían cuando se acercaban a nosotros y luego se apagaban en la oscuridad de la carretera. Luego regresé a la camioneta y me entregué a un sueño pantanoso del que salí cuando llegué a la casa de mi abuela, a tiempo para entregar el último remanente de alcohol bajo la tutela de su mirada indignada y de aquel zapateo que usan las mujeres de todos los rincones del mundo, y de todas las edades, para demostrar su reprobación…