Primera Borrachera

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Por entonces era un niño precoz, ruidoso y desobediente de seis años que hacía lo que me venía en gana. Aquella ocasión me di al hurto agravado de cerveza, guarapo y aguardiente en una de aquellas fiestas que organizaban mis papás a orillas de un río, y en la que se entregaban a la jarana sin acordarse de la suerte de sus hijos. Imagino que fue suficiente beber tres sorbos de cada tipo para que mi cabeza (aquella a la que aún no se le había formado completamente los lóbulos frontales) quedara en estado calamitoso: las neuronas estallando al tiempo que enormes territorios de materia gris se apagaban instantáneamente, engendrando un caos que se extendía por todas las regiones del cuerpo.

Mi hermana, que bordeaba los cuatro años, me empujaba para que me tropezara y me golpeara la cara contra la primera piedra que se atravesara en mi caída. Todas las veces mi cabeza pegaba, para su despecho, contra un pasto denso y agresivo, lanzando un sonido opaco similar al que producen las frutas cuando se desprenden del árbol. Siempre me levantaba y la perseguía con la esperanza de alcanzarla, pero ella, a pesar de ser una niña de cuatro años, se escabullía con una facilidad que le parecía sospechosa a la razón que por aquellas horas se encontraba embrollada en las telarañas del alcohol.

Al filo de la tarde, cuando la luz se torna anaranjada con visos azules, fui conducido por mi mamá al sitio en el que ella departía con un grupo de mujeres. Sentado en una silla estaba un anciano con los mismos ojos desorbitados y con la misma inminencia de arcadas que yo llevaba. Era tan grande su soledad que optó por hablar con un niño de seis años en lugar de continuar masticando palabras en las brumas de su silencio. No recuerdo qué nos dijimos, si algo logramos decir en medio de la borrachera. El caso es que el anciano terminó con la cabeza clavada contra el pecho en tanto que yo miraba las mareas que el viento formaba con el pasto. Poco después lo acompañé en su viaje hacia las regiones del sopor.

No sé quién me llevó a la camioneta del que años después sería mi padrino de bautismo. Tampoco sé cuánto llevaba de viaje en el momento que me vi obligado a regresar las bebidas espirituosas que gorgoreaban en el estómago. Lo único seguro es que el acto concitó gritos que solicitaban frenar a la mayor brevedad, chillidos de llantas, silbatos que venían de las tinieblas, crecían cuando se acercaban a nosotros y luego se apagaban en la oscuridad de la carretera. Luego regresé a la camioneta y me entregué a un sueño pantanoso del que salí cuando llegué a la casa de mi abuela, a tiempo para entregar el último remanente de alcohol bajo la tutela de su mirada indignada y de aquel zapateo que usan las mujeres de todos los rincones del mundo, y de todas las edades, para demostrar su reprobación…

Fin de semana (2000)

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Dedicado a Rodrigo Niño

Todos los fines de semana del dos mil iniciaban la noche del viernes con una botella de aguardiente y un petaco de cerveza, como se denominaba en aquellos días a la unión de una caja plástica y a las treinta cervezas polvorosas, de contenido dudoso, con tapas semi oxidadas o completamente oxidadas, de botellas desportilladas, que almacenaba dicha caja y a quienes, no obstante las rozaduras e imperfecciones, bebíamos como si fuera agua en mitad del desierto o ambrosía en las vecindades del Olimpo. Cuando había dinero, que era en muy pocas ocasiones, preferíamos comprar otro petaco, o canasta de cerveza, que también así se le decía, que comprar el aguardiente que nos desbarrancaba por las peñas de la demencia. Los petacos los comprábamos en un depósito que quedaba a cuatro cuadras y los subíamos, entre el estrépito de carcajadas, al cuarto de Rodrigo, que estaba en la terraza, bajo del cielo que en Bogotá no tiene estrellas, o las tiene pero se ocultan por vergüenza o miedo. Poníamos las cervezas y los cigarrillos al lado de un tocadiscos torcido como nuestros destinos y sacábamos una colección de cuarenta y tres acetatos que Rodrigo había recolectado de todas las fuentes y de todos los puntos cardinales. Luego empezábamos a beber lentamente, a dialogar, a cambiar los acetatos, también llamados vinilos, quienes subían y bajaban llevados por las ondulaciones del tocadiscos y a fumar hasta que el sol irrumpía tímidamente por las cortinas. En ese instante desenterrábamos el tocadiscos, los cigarrillos, las cervezas y dos sillas del cuarto para continuar la bebeta en la terraza, que más parecía un mirador porque desde allí contemplábamos a los vecinos ir y venir en su afanoso transitar por la existencia. El sábado huía entre las rendijas de las nubes que se iban con vertiginosidad de alucinación, con afán de tragedia, hacia el sur. A las cuatro o cinco de la tarde comíamos cualquier cosa que encontrábamos abandonada en la cocina y bajábamos a comprar otras canastas de cerveza o botellas de aguardiente, dependiendo de una compleja ecuación cuyas variables contemplaban el número de días del fin de semana, el grado de alcoholización en el momento de hacer la estimación, el deseo de emborracharnos hasta perder el sentido, el dinero con el que contábamos, mis compromisos académicos, los compromisos laborales de Rodrigo, la buena o mala elección de la música y los asuntos que aún no habíamos tocado en la conversación que, a esas alturas, promediaba las veinticuatro horas. Algunas veces errábamos en los cálculos y Rodrigo se iba amanecido y con barba de tres días al trabajo o yo salía en estado calamitoso, vomitando cada dos cuadras, a responder parciales de álgebra lineal. Pero esto no nos preocupaba porque, al fin de cuentas, ¡Qué importaba trabajar, entrar a clase o vivir ebrios si teníamos la eternidad por delante! Nunca, sin embargo, pecamos de tacañería: jamás, sin excepción, terminábamos en sano juicio o picados, como se decía en aquellos días al estado en el que se está con deseos de emborracharse pero sin recursos para hacerlo. El ajuste se hacía en dos o tres segundos, casi siempre frente a la casa, a la sombra de los cigarrillos, entre el crujido del ocaso que nos contemplaba detrás de una fila de casas desiguales, de colores heterogéneos, de fachadas descascaradas o, en caso que el tiempo hubiese corrido más rápido que de costumbre, bajo una noche cerrada, de nubes pesarosas tras la que se escondía la luna que mira, que husmea los humanos caprichos que tanta gracia le causan. Nos íbamos, dependiendo del resultado de la fórmula, hacia el depósito de cerveza, la cigarrería o a las dos, con pasos vacilantes, con humor oscurecido por la ingesta de bebidas espirituosas. Subíamos a la terraza, entrábamos al cuarto el tocadiscos, las dos sillas, los acetatos, las canastas de cerveza, los cigarrillos, el aguardiente y nosotros detrás de ellos. Encendíamos los cigarrillos, destapábamos las cervezas, nos sentábamos, poníamos te esperaré, un LP diseñado para avivar desamores, reconstruir los ojos esquivos de una quinceañera o revivir la indiferencia de alguna muchacha perdida en los andamios de los recuerdos y reanudábamos la conversación en la encrucijada en la que había quedado suspendida hasta que emergía el sol con quién salíamos hacia la terraza acompañados de tocadiscos, botellas de cerveza y aguardiente, cigarrillos y acetatos. En la tarde del domingo, a eso de las tres, íbamos, con el remanente de monedas y el billete para los días de lluvia, como denominaba al dinero arrugado que reposa en los entresijos de mi billetera, a comprar una botella de aguardiente con la que se rematará la jornada. Siempre fui quien tuvo el privilegio de subir con la botella a la terraza, sentarme a la sombra de las tejas que navegaban en la incertidumbre del crepúsculo, tomarla por el tallo, invertirla para examinar el fondo en busca de la transparencia que acredita la legalidad del trago. Acto seguido la sacudía con un movimiento enérgico, desprovisto de cualquier amago de debilidad, le daba tres palmadas enérgicas en el culo de la botella como si fuera el anca de alguna mujer de moral distraída que guste, acaso por su misma condición ética, de los amores toscos. Esto lo hacía con el fin de que todas las sustancias se mezclaran placenteramente a lo largo y ancho del envase. Posteriormente, cuando los potingues e ingredientes cesaban en su amalgama adulterina, contemplaba las etiquetas para comprobar la firmeza de la tinta, el lote y los respectivos sellos con los que la Gobernación de Cundinamarca certifica la calidad del Néctar (nombre que sugiere que quienes lo consumíamos, y quienes lo consumen actualmente, teníamos facultades divinas o, acaso, una espiritrompa por la que descendía ese brebaje levantisco y aventurero). Desatornillaba, después de la debida auscultación, el tapón y hundía la nariz en el pico de la botella para ser el primero en sentir las emanaciones etílicas que permanecieron encerradas por meses. Servía, por último, con la mano temblorosa a causa de la emoción, en dos copas plásticas. Al tercer trago iniciábamos el viaje hacia los recovecos de una borrachera infame, atiborrada de lagunas, descalabros, desmanes de todo calibre, historias que reconstruiríamos el siguiente fin de semana, cuando nos encontrábamos en la terraza de la casa de los abuelos de Rodrigo con algunos billetes arrugados, con la cabeza y el hígado dispuestos a destapar la primera botella de cerveza, para encender el primer cigarrillo y poner a girar alguno de los cuarenta y tres discos que nos esperaban en el orden que el alcohol los había dejado siete días atrás, con la esperanza que esa no fuera la última tomata, la última borrachera de nuestras vidas…

Sábado de Pre-Icfes

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Dedicado a los protagonistas

Eran las seis de la tarde cuando fuimos, por aquellas inercias del alcohol, a rematar la borrachera con una botella de brandy barato. Veníamos de un potrero que se transformó, gracias a la voracidad de constructores y banqueros, en bloques de apartamentos de cincuenta metros cuadrados, en casas de dos pisos, en hipotecas, en deudas a quince años. Caminábamos inclinados, trastabillando con las piedras, con los vanos de la calle, con los andenes, con el atardecer que se metía por las ventanas que a esa hora empezaban a tapizarse con cortinas de todos los colores. Llegamos a la Calle Sesenta y ocho, la mítica calle que recibía entre semana a miles de estudiantes de todos los colegios distritales y privados de la zona y quienes la llenaban, la llenábamos, de papeles, de escuadras desportilladas, de borradores, de lápices mordidos, de esferos reventados, de envoltorios de colombinas, de colillas de cigarrillos, de gritos, de improperios, de carcajadas que se trenzaban con el humo de los buses y con las miradas indignadas de peatones, de policías que se escondían en el CAI por temor, quizás, a que les hiciéramos daño. Íbamos, decía, para una licorería recién inaugurada que atendía al oriente del CAI, a dos o tres cuadras de la Carrera Treinta. Sentados en la acera, con la mirada vidriosa, con la lengua estropajosa, encharcada de melancolía, nos tomábamos los últimos tragos, venían los apretones de mano (porque en aquellos tiempos no se veía bien, no lo veíamos bien, eso de abrazarse, de tener contactos diferentes a las patadas, a los pastorejazos, a los puños), los agradecimientos de Suarez por haberlo respaldado el viernes, o quizás el jueves, no recuerdo con exactitud, en la gresca promovida por Larry, por Mora, por Fula, y de la que él pensaba en su borrachera, lo habíamos librado con gritos, con empellones violentos, con escarnios. La verdad, la simple y llana verdad, es que el héroe, el único que empujo con furia a Larry fue Diego Navarrete, quien en ese mismo instante bostezaba en su casa. Venían los tragos y los cigarrillos que alguien sugirió le quitáramos el filtro para emborracharnos más rápido (como si no estuviéramos lo suficientemente embriagados a esa hora), iban las risas haciéndose girones con los filos del alcohol, venían los gritos de Suarez y las promesas de Patiño, iban mis palabras desequilibradas, venia la mirada de Nabyl perdiéndose, internándose en ese mundo que no pudimos conocer en los veintitrés años que estuvimos en el mismo planeta. El brandy continuaba extinguiéndose, extraviándose en las gargantas escaldadas, al igual que la plata de Suarez, los cuarenta mil pesos que le había dado la mamá para pagar el Pre-Icfes y que se transformaron en cerveza, en aguardiente para retribuir, como queda dicho, la defensa, el auxilio en ese momento aciago en el que le recriminaban, en el que lo empujaban por pisar la maleta, por partir los plumones de Rocío. No sé a qué hora nos despedimos, si acaso lo hicimos, en qué momento decidimos irnos a nuestras casas a devolver a las cañerías las aguas pestilentes que navegaban en nuestros entresijos, las aguas que se fermentaban, que se descomponían como los perros muertos que naufragaban, y aún naufragan, en el caño del Doce de Octubre. Debimos irnos caminando hasta la casa con Patiño porque nuestros ingresos ese año, y muchos años más, eran magros, casi inexistentes: alcanzaban para dos buses, algunas veces sólo para uno, y un Mustang o, si había suerte, para dos buses y un Malboro (lo que llamaba la atención, dadas las condiciones económicas, es que hayamos jugado billar todo el año sin un centavo). El caso es que, al borde de la Avenida Carrera Sesenta y ocho, que a esa hora rugía como una leona herida, decidimos cruzar con los ojos cerrados, corriendo como un par de locos o, como lo que en realidad éramos, como un par de irresponsables que, además de su falta de sensatez, estaban en avanzado estado de embriaguez [Piensen, al margen del relato, o quizás apoyándolo, que era tal el grado de intoxicación del que éramos presa que prescindimos del más básico de los instintos: el de supervivencia]. El hecho es que oíamos, al ritmo de la carrera, llantas aullando con vértigo de tragedia, conductores lanzando ultrajes de todos los calibres, gritos de mujeres que nos veían con ojos entrenados para contemplar siniestros de toda laya. Llegamos a la otra orilla con el corazón desbocado como la juventud que no quería agotarse, como la noche alucinante, como la vida que parecía amplia, enorme, infinita para las mentes alcoholizadas, para las almas imprudentes que palpitaban mientras continuábamos riéndonos, hablando a gritos, dirigiéndonos a las casas a recibir los gritos y sermones que tanto se parecen al amor…

24 de septiembre de 1999

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Estábamos en la calle sesenta y ocho, diagonal al Cafam de Zarzamora, esperando que apareciera Doris, la amiga de Diana. Ella venía porque yo, esa misma tarde, la había invitado para que asistiera a una de las cientos de despedidas que le hicimos a Patiño. La intención de mi ofrecimiento era claramente galante puesto que ella y yo acumlábamos meses de febriles conversaciones telefónicas en cuyo contenido abundaban frases arteras, de doble sentido, en las que se evidenciaban la clara determinación de ingresar, por parte de los dos, o eso era, al menos, lo que pensaba en aquellos días, a las arenas del cortejo o, con algo de suerte, a las praderas del amor.

El caso es que eran las siete de la noche y estábamos Patiño, Diana y yo aguardando su arribo. A los pocos minutos bajó de la buseta y, al verme, corrió hacia mí. Le di un abrazo efusivo, vehemente, que rematé con un beso andeniado, con el que pretendía dejar claro cuáles eran mis proyectos. Luego saludó a Diana y se quedó mirando a Patiño con una curiosidad sospechosa. Doris, dije con la voz cenagosa, vacilante, le presento un amigo; le dio la mano al tiempo que se sonreían coquetamente. En ese momento me di cuenta que había incurrido en el peor error que se puede cometer en estos casos: había llevado a una mujer en edad de merecer, con notables cualidades físicas, a una casa atestada de jóvenes que exhalaban testosterona por todos los poros. Vamos, sugerí con un tono que evidenciaba la profunda preocupación en la que me sumía la situación.

Dos horas después me arrastraba por una conversación sin futuro. Ella, a pesar que indagaba con la mirada por el paradero de Patiño, se aferraba a mis palabras para no desbarrancarse en el aburrimiento. Al filo de la medianoche el rock, con sus estridencias y sus excentricidades, dio paso a la salsa. Una mano apareció entre los azares de la rumba para internarla en la marea de brazos y piernas. Mientras ella danzaba pensaba la mejor manera de conducirla a un paraje menos concurrido para poder entablar el último intento de conquista (si acaso esa noche podría hacerlo con el infortunado recurso de la palabra). La música cesó un segundo para dar paso a Sonido Bestial, o cualquier tema de movimientos frenéticos, delirantes, que encendían, y aún encienden, el galope de la sangre. Patiño, antes que yo me levantara para invitarla a bailar, la llevaba de la mano al rincón más oscuro. Lancé, al verlos en el margen izquierdo de la sala, al lado de la mesa del teléfono, enlazados de las cinturas y de las miradas, un improperio que naufragó en la borrasca de trompetas. Antes que terminara la canción ya me había dado cuenta que la batalla estaba irremediablemente perdida. Di, entonces, media vuelta, me senté en el sofá de resortes escandalosos, de manchas improbables, a beber los 375 c.c. de aguardiente que se calentaban en las vecindades de la pared, al lado de las patas del sofá.

A las dos de la mañana, cuando zozobraba entre el pesimismo y la decepción, le abrí la puerta al Negro. Diez minutos después sonó el timbre y era nuevamente él con la mirada enzarzada contra las brumas del alcohol. Negro, ¿a qué hora salió?, pregunté cuando abrí la puerta. Siguió sin dar respuesta. A los dos minutos sonó el timbre y era nuevamente él, con la misma mirada desorientada y los mismos pasos tambaleantes. Cerré la puerta pero, en lugar de dar media vuelta, me quedé observando a través de la ventana. A los pocos segundos vi desplomarse una sombra. Al levantarse reconocí al Negro (quien se acercaba nuevamente al timbre). Abrí y lo vi subir trotando por las escaleras. Contemplé, una vez más, por la ventana para verlo bajar, pero no lo hizo. Antes que pasaran cinco minutos oí a Carolina, la hermana de Patiño, gritar desde el tercer piso: “Diego, El Negro se quiere suicidar”. Todos subieron corriendo por las escaleras al tiempo que yo, ante la certeza que sería útil que corriera con ellos, abría la nevera para extraer un litro de aguardiente.

En las vecindades de las seis de la mañana, cuando la luz penetraba por las cortinas de la cocina, decidí, por aquellas travesuras del alcohol, por aquellas caprichos de la juventud, poner rancheras a todo volumen y despertar a los borrachos que la noche había repartido bajo la mesa del comedor, sobre el sofá, a la ribera de las escaleras, contra la estufa, al margen del lavadero. Subí el volumen todo lo que pude y empecé a cantar, como se usa en estos casos, a todo pulmón. A los tres minutos estaban El Negro, Astrid, Suarez, Walther y Nabyl compartiendo mi euforia y rematando el litro de aguardiente. Otros tantos se levantaron y se fueron ante la perspectiva que no podrían dormir por el escándalo. Patiño, entretanto, estaba desmayado en el tercer piso junto a Doris, la conquista de la noche (y del resto de año). Un grupo de adelantados y solidarios compañeros subió a despertarlo pero la única respuesta que obtuvieron fue un par de epítetos y la promesa que esa sería, para gloria de todos los vecinos, la última despedida. Quién sí se animó a bajar, pero con un objetivo diferente a la diversión, a la alegre convivencia etílica, fue Carolina Patiño quien nos expulsó, después de desconectar el equipo de sonido, con tres gritos secos. De allí salimos para mi apartamento a continuar la bebeta hasta el lunes en la mañana, día en el que salió Suarez, el último de los sobrevivientes, para su casa.

Copas y armas

Una noche de abril nos despertó un sargento porque había problemas en la discoteca: hay un hijueputa borracho amenazando al PM que está en la puerta con un revólver, dijo con voz nerviosa. Al escuchar eso salimos corriendo hacia el lugar. Al llegar vimos que estaba, en efecto, un suboficial ebrio, armado y con el uniforme gritando al PM que estaba en la puerta. Lo más grave del caso era que el suboficial no solo pertenecía a nuestro batallón sino que era orgánico de nuestra compañía (era mismo sargento que me había esposado en el batallón meses atrás). Uno de nosotros le grito, después de indagar con la mirada: “suelte ese revólver o se lo hago tragar gran hijueputa”. Nos miramos asombrados porque González nunca había descollado por su valentía ni por su fortaleza. El sargento, al escucharlo, se vino tambaleando hasta nosotros. Se paró frente a él, y sin quitarle los ojos de encima, le dijo con voz pausada: “repita lo que dijo soldado”. González le dijo sin pestañear: “suelte el hijueputa revólver o se lo hago tragar”. Todos nos miramos con pasmo. En un parpadeo el militar le dio un cabezazo y luego lo empujo; el soldado dio un traspié y cayó al piso; el sargento se lanzó sobre él con rapidez y lo fulminó con dos patadas en la cara. Cuando constató que González no hostigaría más dio media vuelta y se encaminó a la discoteca. Nos quedamos quietos sin saber qué hacer. Cuando llegó a la puerta de la discoteca encañonó al PM sin mediar palabra. El soldado levantó las manos y lo dejó seguir ya que no tenía forma de defenderse (en las fiestas y en la puerta de la discoteca los soldados debíamos prestar con una cosa que se llama prendas blancas y con un bolillo). Nos miramos y salimos corriendo para el alojamiento a sacar el armamento. Uno de nosotros, después de armarse, salió a buscar al comandante de la base en tanto que el resto de nosotros nos fuimos para la discoteca.

Al vernos entrar el sargento sacó el revólver y se vino hacia nosotros. La música, en ese momento, paró; los gritos de las mujeres no se hicieron esperar; las personas se escondían bajo las mesas (parecía una escena de película gringa). Pero es que las niñas quieren parecer hombrecitos, dijo el suboficial mientras se acercaba. ¿Quién es tan valiente como para darme un balazo?, continúo. Se paró cuando estaba a tres pasos del grupo. Metió el arma entre la pretina del pantalón y el cinturón; sacó una cajetilla de cigarrillos del bolsillo de la camisa; extrajo un cigarrillo y lo encendió; cuando iba a expulsar la primera bocanada de humo sintió el culatazo de un fusil. Minutos después ya le habíamos propinado una paliza inolvidable. Cuando llegó el comandante de la base teníamos amarrado al borracho a un poste de la cafetería. A las seis de la mañana lo recogió una comparsa de oficiales y suboficiales de la brigada quienes lo condujeron, según nos contó un teniente, al calabozo para luego procesarlo por los desmanes de la noche.

Fiesta de quince

(Frank Morrison)

En la manigua de eventos sociales hay uno que se caracteriza por el boato, la dilapidación y los consecuentes excesos en la ingesta de viandas y alcohol: la fiesta de quince. Entre la ristra de este tipo de festejos recuerdo especialmente uno al que me llevo mi mamá con la promesa que no estaríamos en la reunión por más de una hora (saludo a mi amiga y luego nos vamos, fueron sus palabras).

Llegamos a la casa de la quinceañera a las siete de la noche. En ese momento estaba la amiga de mi mamá reunida con las compañeras del trabajo. Después de las presentaciones y las preguntas acostumbradas me senté en una silla que estaba a la diestra del parlante que entonaba con desgano a Los Hispanos.

Poco después que tome asiento la anfitriona me preguntó si quería aguardiente. Sí, gracias, fue mi respuesta lacónica. Después de dos minutos de espera llegó la señora con un vaso transparente de plástico lleno hasta la mitad de aguardiente. Cuando vi la generosa cantidad me sentí regocijado. La señora se dirigió, después de darme el trago, a la cocina –donde, por cierto, estaba mi mamá-.

Quince minutos después paso Helena, la amiga de mi mamá, para abrir la puerta. Cuando cruzó note que miro el vaso vacio que descansaba sobre el silente parlante. Un minuto después llegó con un vaso igual al anterior pero en esta ocasión lleno de ron con Coca Cola. Le di un primer sorbo y comprobé que la señora dominaba la mezcla del Cuba Libre: 90%de ron; 8% de Coca Cola y 2% de limón. Bebí con gusto el brebaje mientras revisaba los CD’s que me había dado para que eligiera la música que quería escuchar. Al término del Cuba Libre la dueña de la fiesta me trajo, sin la pregunta protocolaria, medio vaso de aguardiente. Lo tomé al tiempo que escuchaba con gozo la autorizada voz de Daniel Santos. A las dos horas, cuando la sala estaba atiborrada de familiares, la quinceañera llegó con vestido de noche y peinado de reina. Los concurrentes al verla gritaron, silbaron y aplaudieron. La homenajeada, ante la salva de aplausos y silbidos, se puso roja como un rescoldo. Después de las felicitaciones y los abrazos todos se enlazaron en una red de conversaciones que hacía inaudible a Fruko y Sus Tesos.

A las tres horas fui a la cocina a preguntarle a mi mamá si había llegado el momento de irnos. En diez minutos salimos, contestó ella. Cuando llegue al ángulo que había ocupado encontré un vaso con aguardiente. Me senté a beberlo y a cambiar las agonizantes canciones. Dos horas después no sabía cómo había llegado a esa casa ni cómo me iría de ella gracias a los doce vasos de aguardiente y a las diez Cubas (no obstante la borrachera pude llevar la cuenta de la cantidad de alcohol que había consumido esa noche). Los invitados, en ese momento, empezaban a salir gracias a la consunción de la alegría. En la puerta -donde se arracimaban los primos que no decidían irse- vibraron cuatro trompetas; el silencio de los asistentes se apretó para darle paso a la voz de un señor barrigón, chiquito y con bigote cano. La quinceañera, que minutos antes tenía cara de abatimiento, resplandeció de nuevo. La algarabía de los sobrevivientes encendió de nuevo la hoguera de las chirigotas y los diálogos que agonizaban minutos antes.

Después que los mariachis se fueron se acercó mi mamá hasta el rincón donde el sueño empujaba mis párpados. ¿Nos vamos?, preguntó. Sin poder hilar bien mis pensamientos asentí con un movimiento imperceptible de la cabeza. Intenté levantarme pero el peso del cuerpo me ganó cayendo de nuevo en la silla. ¿Está borracho?, inquirió mi mamá con disgusto. Volví a asentir con la cabeza. A usted no se le puede llevar a ninguna parte porque no piensa sino en emborracharse…

Borrachera inolvidable

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Todo inició con una ingenua llamada de Patiño. Después de hablar durante media hora de lo divino y lo humano me dijo que fuera a su casa a emborracharme. Le dije que no tenía ganas de ir y que, además, no tenía un peso para comprar aguardiente. Él me respondió que la plata no era problema porque iba el negro y que entre los dos se acopiaba los recursos necesarios para el alcohol. Después de un largo periodo de meditación (dos segundos) le dije que sí. Colgué.

Dos minutos después volvió a sonar el teléfono. Era mi primo. Le dije que le caía a la casa y que de ahí partiríamos a la casa de Patiño a tomar trago.

A los tres minutos sonó, de nuevo, el teléfono. Esta vez era mi hermana. Le dije que si quería que fuera a la casa de Patiño porque se formaría una reunión amenizada por el alcohol.

A las ocho de la noche estábamos frente a un almacén de cadena reuniendo la plata para comprar Aguardiente del Quindío (era el que ofrecía la mejor promoción del momento: por dos botellas le regalaban media más). Salió el Negro con cara de acontecimiento: no había aguardiente del Quindío. Pero, dijo él, me alcanzó para estos cuatro litros de N (esta es la hora que no sé cómo compró tanto aguardiente con tan poca plata). Después de aplaudirlo, felicitarlo y darle golpecitos en la espalda, nos fuimos para la casa de Patiño.

Cuando llegamos al sagrado hogar estaba esperándonos mi hermana con una caja de vino. Nos instalamos cómodamente en las sillas; abrimos las cajas y empezamos a libar el nunca bien ponderado brebaje.

En la mitad de la primera caja Patiño llamó a Doris. Habló con ella bastante tiempo. Luego se sentó compungido. Después, al término del litro, se levanto y volvió a llamarla; ella le suplicó, con frases que siseaban en sus dientes, que fuera a recogerla. él aceptó con la frase lapidaria: espéreme en la terraza. Colgó; me miró y me dijo: camine marica que hay que bajar a Doris de la terraza. Yo miré a mi primo y le dije: camine marica que hay que bajar a Doris de la terraza. Salimos con la incomparable valentía que genera el alcohol.

Cuando llegamos estaba ella, cual doncella Shakesperiana, esperando a su amado. Él, cual Romeo, le dijo en voz baja: calle a ese perro hijueputa que puede despertar a su mamá. Ella, cual Julieta, le dio una patada al escandaloso lebrel. Patiño, en el instante que el animal suspendió sus ladridos, le preguntó si tenía una cuerda. Ella, con cara de yo pienso antes que ustedes, mostró la cuerda que ya tenía atada al hueco de un ladrillo(acá debo abrir un paréntesis. La terraza quedaba –o queda, no sé- en el segundo piso y estaba custodiada por seis hileras de ladrillos). Doris, después de santiguarse, subió a los ladrillos; se agarro de la cuerda y bajó con rapidez pasmosa. Nos miramos con asombro Patiño, Rodrigo y yo. Ella, una vez toco el piso, se abrazo a su amado Romeo…

Al llegar a la casa retomamos la labor. Sacamos la segunda cajita y la inauguramos con aclamaciones a la destreza de Doris. En tanto que nosotros (mi primo, el Negro, Patiño y yo) tomamos aguardiente, ella y Diana remataron la caja de vino. A la media hora estábamos eufóricos. Al término de la segunda caja estábamos picados con el trago. Doris, por su parte, estaba bastante ebria. Patiño, cual hombre responsable, decidió dejarla en la casa.

Fuimos de nuevo Patiño, mi primo y yo. Cuando llegamos Doris le dio miedo subirse. No sea pendeja, le decía en voz baja Patiño; subirse es más fácil que bajarse. Ella no atendía razones. Luego de unos minutos de deliberación decidí subir a la terraza y desde allí ayudarla a trepar. Todos estuvieron de acuerdo. Subió sin ningún problema. Luego, cuando yo iba bajando me dejé caer de espalda. No sentí dolor alguno. Me limpié y nos fuimos caminando como si nada.

Cuando llegamos el Negro ya estaba durmiendo. Rodrigo, mi primo, se tomo dos tragos más de aguardiente y se fue a dormir. Mi hermana se acostó poco después. Ante ese panorama le dije a Patiño: nos tocó emborracharnos con lo que queda de trago. Él, obviamente, asintió.

Al terminar la tercera caja estábamos entrados en la juma: hablábamos duro; la lengua estaba espesa y las palabras corrían sin sentido. Paramos a comer. Luego, cuando el estómago estaba lleno y la cabeza había recuperado en buena medida su lucidez, abrimos la cuarta caja.

Al amanecer encontré entre el desorden de cd’s uno que me llamó la atención. Le pregunté a Patiño de quién era; me dijo que era de la hermana. Lo puse y sonó una canción de Edith piaf que dejé que sonará indefinidamente.

De ese momento hasta las doce del día no sé qué sucedió. El hecho es que cuando desperté estaba encerrado en un colectivo en los límites de la ciudad. Estaba completamente ebrio. Empecé a patear la puerta para que me dejaran salir. Al poco rato llegó el conductor y me sacó de un jalonazo. Me tiró al suelo y se quedó quieto mirándome con odio. Luego me echó la madre y me dijo que me largara antes que empezara a repartir varilla. Me levante y me fui caminando. A las dos cuadras vomité. Seguí caminando. A la media cuadra volví a vomitar. Seguí caminando. Diez pasos después volví a vomitar. Luego di dos pasos e intenté de nuevo vomitar. Luego me recosté en un poste y me dormí…

Penúltima Borrachera

(Depresión-Van Gogh)

El próximo tres de mayo cumplo cinco años sin probar el alcohol. Mi última borrachera inició el treinta de abril a las siete de la noche y concluyo a las siete de la mañana del tres de mayo. Lamentablemente no puedo hacerla pública gracias a la palabra que le empeñé a dos de los protagonistas.

Puedo, sin embargo, narrar mi penúltima borrachera. Esta inició un domingo de comienzos de abril. Ese día fui a explicarle cálculo diferencial a un primo. Al concluir la clase salí con el objetivo de irme a almorzar a mi casa y acostarme a dormir el resto del día. En la entrada del conjunto me encontré, sin embargo, con otro primo (el hermano menor del anterior). Después de media hora de conversación decidimos irnos a una tienda a tomarnos una cerveza para redondear conceptos. A las cinco de la tarde ya nos habíamos tomado ocho cervezas cada uno. En ese momento nació el tema reina de las bebetas: el despecho. Le conté mi desamor y luego él hizo lo propio. En ese momento supusimos que la cerveza era demasiado mansa para el carácter del tema en discusión. Pedimos, por tanto, media botella de aguardiente. Al término de la primera ronda de conclusiones pedimos la otra media. Las tinieblas se filtraban por las rendijas del atardecer. Mi primo me invitó a que nos sentáramos a ver pasar a la causante del agravio.

A los diez minutos estábamos sentados en una banca de madera con la tercera media. Tomamos pausadamente hasta que pasaron en el carro de mi primo la ex novia y el ex marido. Mi primo se enfureció de tal modo que azotó contra el piso la botella que tenía en la mano. ¡Cálmese; no sea huevón!, le dije a mi primo; en vez de romper botellas contra el suelo debe destrozar todas las cosas que ella le regaló. Él me miró fijamente a los ojos; sopeso las palabras, se quitó el reloj de la muñeca y lo lanzo contra el piso con toda la fuerza que dio el brazo. El reloj quedo indemne en el piso. Lo levantó y lo azotó de nuevo. Nada. Lo tome y fustigue la acera con él. Nada. Hombre, le dije, creo que hay que ponérselo a las llantas del alimentador de transmilenio. Tiene razón primo, respondió. Al ver llegar el bus verde mi primo lanzó el reloj bajo las llantas de este. Pudimos observar, cuando el aparato arrancó, que el reloj yacía despedazado en el asfalto. ¡Eso le pasa por perra!, grito mi primo a los fragmentos suponiendo, quizás, que estos le transmitirían los improperios a la donante. Recogió las piezas, me las dio y me dijo: déjelas debajo de la puerta para que se dé cuenta que la odio. Fuimos hasta el Él, entretanto, la llamó para decirle que era una perra y otros improperios del mismo calibre.

Salimos del lugar rumbo a una tienda. En ella compramos un litro de aguardiente. Tomamos un poco en la misma silla en la que esperamos, minutos antes, a la traidora y luego, cuando el frío nos acobardó, subimos al apartamento. Allí mi primo bebió un trago más y se quedó dormido en el sofá. Yo, aburrido, decidí llamar a la culpable de mis desamores mientras terminaba el litro de aguardiente…


Semana Santa

(Ensor)

La tarde del miércoles santo llegaron a mi casa dos primos (Oswaldo y Mauricio) y el tío Edgar. Su visita era para invitarme cordialmente a un viaje a Villa de Leyva. Yo gustoso acepté. Esa noche se quedaron para salir en la madrugada del jueves hacia el pueblo. A las nueve de la mañana estábamos desayunando en una cafetería que queda al lado del terminal de transporte. A las diez tomamos el colectivo que nos llevó a dónde mi abuelo, a las once del día estábamos catando la primera cerveza de la jornada y a las cuatro de la tarde decidimos bajar a saludar a mi abuelo. Yo bajaba medio ebrio a causa del trasnocho y de mi inexperiencia. Recuerdo claramente que nos sentamos a tomar guarapo mientras llegaba él, Cleotile, su compañera o Javier. No sé qué paso después, lo cierto es que cuando me desperté la casa estaba llena de personas con guitarras y panderetas. Sus canciones, más cercanas a los chillidos, me retumbaban en mi atontada cabeza. Diez minutos después llegó Javier.
-¿ya le pasó la borrachera?, dijo con tono burlón
-creo que sí; pero aún estoy mareado. ¿Quiénes son los que cantan?
-Son unos señores que trajo Martha.
-Evangélicos, supongo.
-sí.
-Menos mal que no me han visto o sino ya hubieran empezado con la cantaleta que el trago es malo; que Dios me va a castigar, etc.
-¿cómo que no lo han visto? No se acuerda que usted salió vomitando por esa ventana cuando ellos estaban almorzando, afirmó Javier señalando la ventana que comunica el cuarto donde estábamos con el comedor.
-No, no me acuerdo. ¿Qué más paso?, dije con voz pastosa.
-Nada; yo lo jalé y lo saqué a que vomitara al lavadero.
-Gracias.

Al siguiente día, cuando abrí los ojos, escuché a los señores evangélicos que iban a bendecir el desayuno con un conjunto de salmos que serían amenizados con una docena de canciones.Paila; no hay desayuno, pensé mientras me ponía el pantalón. A los diez minutos estaba tomándome la primera cerveza en la tienda de Don Joaquín. Quince minutos después llegaron el tío Edgar y Oswaldo espantados por los salmodia  religiosa. Una hora después llegó Mauricio con cara de aburrimiento.
-¿Lo pusieron a cantar alabanzas al señor?, inquirió el tío con tono socarrón.
-Sí, contestó tenuemente.
Le ofrecimos una cerveza y seguimos tomando hasta que llegó Javier para avisarnos que los señores evangélicos se preparaban para hacer una celebración que duraría, según el criterio del organizador, el resto de la tarde. Paila, no hay almuerzo, pensé al tiempo que recibía la duodécima cerveza. Aquel viernes regresamos a la casa en una borrachera incomparable.

Al siguiente día los cánticos iniciaron a las seis de la mañana en tanto que nosotros empezamos la bebeta a las siete y la concluimos, al igual día anterior, al filo de la media noche. El sábado las alabanzas iniciaron a una hora que osciló entre las tres y las cinco de la madrugada. Ese fue el único día que pudimos desayunar. A las nueve de la mañana los hermanos de la fe volvieron de una caminata y se dispusieron a bendecir al señor por las maravillas naturales que vieron durante la peregrinación. A esa hora partimos para la tienda a iniciar nuestro acto litúrgico de emborracharnos como marineros desamparados.

El domingo las antífonas iniciaron poco después que nos acostáramos y terminaron, según relató Javier, a las once de la mañana. Nosotros llegamos a las ocho de la mañana al templo del alcohol hasta las dos de la tarde, una hora después que los evangélicos se despidieron de nosotros. Nos bañamos y comimos las costillas de gallina que quedaron en una olla acompañadas de tres cucharadas de arroz. Subimos a la carretera a esperar a Roque, el esposo de una prima, quien había prometido, días atrás, llevarnos hasta el pueblo. A los diez minutos llegó junto con Jaime y Mayerly. Les invitamos una cerveza que aceptaron gustosos. Roque dijo que no podía beber porque estaba recuperándose de una operación que le practicaron semanas atrás. A la tercera cerveza, sin embargo, aceptó tomar media botella. A los pocos minutos estaba más prendido que los que llevábamos tomando todo el día. La bebeta se animo y, cerca de las siete de la noche, cambiamos de tienda debido a que el tío Edgar tenía que despedirse de la novia. En la siguiente tienda Oswaldo se recostó en un palo que sostenía unas tejas de zinc ocasionando que este se corriera y las tejas me cayeran encima. El suceso causó risa entre los circunstantes que a esta hora bordaban la decena. A las doce de la noche, después de visitar ocho tiendas, estábamos tomando y bailando en el bar que estaba en la entrada del hipódromo. Llegamos al pueblo a las tres de la mañana. Cuando entramos a la casa de nuestra prima, la esposa de Roque, esta pegó tal alarido que supimos que las cosas se pondrían difíciles. Salimos los tres con nuestras maletas a tomar en el terminal mientras amanecía y así poder regresar a nuestra amada Bogotá…